Miguel Diomede se radicó desde joven en el barrio de La Boca e integró lo que genéricamente se llama Grupo o Escuela de la Boca junto a Carlos Miguel Victorica, Fortunato Lacámera, Horacio March, Víctor Cúnsolo, Benito Quinquela Martín, Eugenio Daneri, Marcos Tiglio y Onofrio Pacenza. Casi ningún tema ribereño, sin embargo, aparece en las pinturas cuidadosamente realizadas por este artista autodidacta que no hacía jamás concesiones en su praxis.
Sus temas fueron sugeridos por su entorno, por la vida cotidiana: flores, frutas, figuras.
Torturado por su afán perfeccionista, trabajando sin urgencia, ninguna obra le parecía concluida. Pintaba sólo con luz diurna, cambiando continuamente los pinceles y vigilando al extremo la calidad del color. En él las formas parecen no llegar nunca a una concreción definitiva. Están como veladas, vistas a través de un cristal mojado por la lluvia. Sus figuras parecen tratar de emerger de un continuum dentro del cual apenas logran articular ese orden mínimo que les permite afirmarse individualmente.
Siempre inseguras, temblorosas, como si esa vibración coloreada de la cual intentan por un momento separarse pudiera al momento siguiente volverlas a tragar en su homogeneidad indiferenciada.
Por eso la obra de Diomede aparece como recién cristalizada, fresca, nueva, porque sus evanescencias provocan una dinámica formal muy activa. Todo es tan fantasmático, que, cuando menos lo pensemos, puede dejar de ser.
En cuadros generalmente de pequeñas dimensiones la pintura de Diomede —siempre óleos o témperas— es aplicada en pequeños toques suspendidos, a veces como frotados, creando texturas animadas con cantidades mínimas de materia, dejando a veces sin cubrir parte de la tela.
Lo que da medida de su dimensión poética es la suntuosidad del color conseguida sólo por ajuste, refinamiento y variedad, sin abandonar jamás su economía de medios y su severidad. Gamas transparentes y nacaradas seducen quedamente al espectador que se preste a esta relación intimista.
Su asombrosa serie de autorretratos testimonia acerca de la aguda mirada con que Diomede fue descubriendo en sí, el paso del tiempo, la revelación de una intimidad celosamente resguardada, el descenso a las profundidades de sí mismo.
Nunca se preocupó demasiado por los aportes vanguardistas del siglo. Como sucediera con el pintor Bonnard en Francia, su manera de encontrar la novedad fue la profundización del propio camino.
Obra sin estridencias, sutil y lírica se destaca del grupo de pintores boquenses por su originalidad.
Nelly Perazzo